Colcha de retazos
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Foto internet |
“Maria Canela me llamo, o bueno así me llaman, soy
como me ven, una morena de piel tersa, labios gruesos, mirada fuerte, esquiva y
dulce a la vez escondida tras las luces de colores del sitio en el que trabajo cada día de la
semana, sin descanso en los vaivenes de
las caderas, entre las paredes de esta húmeda
y fría pieza que muchas veces la presto como cálido refugio para aquellos que
buscan un beso furtivo, una caricia indecible o una cómplice compenetración
lasciva que me deja vacía el alma luego de haber llenado mi cuerpo con otro
cuerpo. Y lo que ves en mi piel es eso, algunas huellas de latigazos, de mordiscos y sobre todo de
las durezas con las que de niña me marcó mi padrastro una tarde en los
matorrales de una finca en la que trabajaba…”.
Así con la
mirada perdida en el techo de su habitación, corto espacio de piso de tabla,
papel de colgadura azul palidecido por los años, el mugre, las telarañas,
atravesada por la pequeña ventana que
cuela noche a noche los ruidos de la calle 13 y que acolita la cruel humedad,
Maria Canela se tiende sobre la colcha
de retazos que aun conserva y que su abuela le cosió en la vieja Singer del año
1954.
Rendida por
el sueño y el cansancio de la guerra de cuerpos de una noche de pasión, pasión
no por estremecida, sino por larga y dolorosa, una pasión parecida a la del
verbo de Dios. Ella cerró sus ojos y poco a poco se ausentó en la conciencia,
se salió de su cuerpo cual vaga alma solitaria, silenciosa y trémula, con ansia
de libertad salió a caminar por las calles.
Como nunca
antes, sintió la autonomía de mandar sobre sus pasos, sobre sus zapatos de
tacón para guiarse por el andén
salpicado de agua lluvia, eso si impulsada con la idea de buscar un poco de paz
se subió al autobús que la conduciría a las afueras de la gris metrópoli, para
llevarla a un parque cercano donde iba frecuentemente en los primeros años de estar viviendo en la capital.
Del cafetal y otros amargos sabores
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Foto Alixon Navarro Muñoz |
Maria
Canela vivió de niña en un cafetal, donde
por temporadas ayudaba a recoger la cosecha, junto a su mamá, una mujer
de carácter débil, corazón dulce y gran inteligencia pero que el infortunio del
desplazamiento la llevó a subsistir de la colecta de la cosechas en las fincas
de Sabanalarga.
Tenía una
relación muy cercana con su madre,
respetuosa pero erradamente permisiva cuando se trataba de obedecer las órdenes
de quien era, talvez, su padrastro.
La
levantada era bien temprano a preparar el chocolate, moler el maíz y hacer las
arepas para el desayuno. Luego bajar a la quebrada ‘La guardacaminos’ para
lavar sus inocentes culpas y las ropas suyas y las de su madre. Apresurada
siempre corría, con el afán de que se les pasara el ‘jeepao’ el jeep típico de aire quindiano que los
llevaba a los tres a la finca para su labor diaria.
Apretujados,
como podían se metían junto a otras 10 personas más, todos en la parte de atrás como si fueran parte de un humano
equipaje; compartiendo espacio con las gallinas, varios atados de plátanos o una canasta repleta de tamarindo, cuyo delicioso y acido olor aun lo lleva impregnado en un rincón de su
memoria.
Así pasaban
los días, entre afanes, entre olores, risas y sabores de campo, todos
hermosamente conservados excepto uno, ese, de una tarde en que su madre la dejó
sola en la finca, recogiendo los aromáticos granitos rojos, sin saber que la
esperaba un amargo pasaje.
La mamá de
Maria Canela tuvo que ausentarse por varias horas, para cumplir con un mandado
que el capataz de la finca le había encomendado, ir a buscar juntos con otros
chapoleros insumos para la tierra una
vez culminara la colecta, que ya estaba próxima a su fin de temporada.
El
padrastro de la pequeña era un tipo fuerte, de tez blanca ojos café claros y
rasgados; alto, manos callosas, de paso ligero y ágil; la niña escasamente
tenía 12 años, vestida siempre con batas de flores rojas y amarillas; era una
niña de piel canela suave montañera, ojos negros como los de su madre y cabello
castaño ensortijado, hábilmente trenzado.
La transcurrida tarde, le dio una temprana
lección de muerte en vida, al perder por la fuerza toda su inocencia cuando el
asolapado tipo la llamara a lo mas aparatado de la finca en los linderos, que
casi conectaban la próspera tierra con la destapada carretera en la parte alta
de la ladera, solo con la excusa de que
le ayudara a recoger algunos frutos rojos del cafetal que el, por la brusquedad
y tamaño de sus manos no podía hacer. Sin sospecha alguna la niña llegó y preguntó que donde debía recoger,
el indicó con voz temblorosa y ansiosa a la vez, que ahí al lado derecho de su
espalda, que tenía que agacharse, orden que obedeció sin mediar palabra aunque
con cierta sospecha de tanta soledad a su alrededor, pero como se trataba del
hombre que hacia sonreír a su mamá, le desataba toda duda que a la final
hubiese en su cabeza.
Al inclinar
su cuerpo sobre la tierra para recoger los frutos solo pudo sentir como
con fuerza bestial y sin compasión le
ató la boca con una mordaza, un trapo rojo mas bien bayetilla, le cerró su expresión. Las manos burdas,
sudorosas y criminales escudriñaban debajo de su faldita y entre sus blancos
calzoncitos; el callado y desesperado pataleo líbicamente lo motivaron a
aplicar aun más su fuerza para tenderla por completo con la mirada al suelo.
Era obvia la imagen de un hombre de más de 35 años copulando sobre la humanidad
de una pequeña, arrebatando y
consumiendo hasta el último vestigio de ingenuidad, candor e infancia. No
satisfecho, lo hizo reiteradas veces hasta que sació su retorcida mente, hasta
que vació cada uno de sus negros impulsos sobre Maria Canela.
María
Canela, que no se llamaba así en realidad descubrió a la fuerza que su belleza
aunque mal vista, tal vez sería la perdición de muchos, calmadero de otros y
maldición para ella. Una belleza por la que pagarían esos y otros más adelante.
En realidad no se llamaba así, se llamaba Amelia, quien al contarle lo sucedido
a su madre, esta no le creyó, la condenó a la impunidad casera y a la
permisividad, traducida en la callada
complicidad de una madre que por temor a no quedarse sola cenó, rio y comulgó
con el diablo por mucho tiempo.
Amelia sin
remedio se vio en la escena de los matorrales de la finca mas de una decena de veces,
hasta que su espíritu libre y puro aun incorruptible, la hicieron salir una
mañana de su casa con 2 vestidos, la colcha de retazos que su abuela paterna le
había obsequiado, un muñeco, 4 panes y 2 mandarinas envueltas entre una pequeña
sabana, con la excusa de buscar agua en ‘la guardacaminos’. Así lo hizo, salió
de su casa por agua, disimulando su coartada entre un viejo balde azul de
plástico, para nunca mas volver a su rancho, para nunca mas regresar a su
infancia desdibujada.
A linche
como dirían unos, se desplazó mas de 800 kilómetros hasta la capital, entre el
frio y el hambre ocupo un lugar en el cinturón de pobreza; entre las limosnas
de la sociedad consiguió para pasar el diario; lavando vidrios de carros ajenos
y con insultos callejeros creció la pequeña hasta hacerse una hermosa
adolescente, resentida con la vida, curtida por la crudeza sin abandonar
aquellas cosas que aun como niña llevaba en su corazón, pero que confiadamente
la llevarían a otro mundo.
El parque
donde pernoctaba fue aquel mismo que una tarde de sueño inconsciente, le
brindara abrigo, aquel que en un viaje astral le arropara la soledad.
De María
Canela a Amelia
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Foto internet |
El nombre y
la imagen de Amelia desaparecieron
aquella primera vez cuando mordió la tierra y se ahogó en su propio dolor y
llanto. Y el día que descubrió que prestar por algún rato su vientre, vender
sus labios y rentar el vaivén de sus caderas por espacios de tiempo le dejaba
algunos pesos, descubrió que la vida le daba cada día una puntada con alambre
de púas a su alma de niña, vestida de mujer de 25 con colores y visos
brillantes para atraer cada día las miradas de los desprevenidos y ansiosos
transeúntes que buscan cada noche un poco de placer para la conciencia. Ese día
descubrió que ya no era Amelia sino Maria Canela, decidió llamarse así por ponerse un nombre artístico, utilizando el
mayor de sus encantos, su piel.
Quien no
sepa, ella era la puta mas hermosa del boulevard de la calle 13. Una puta a la
fuerza que de vez en cuando se ausentaba entre sus recuerdos y que se salían de
su mente con cada bocarada de humo que emanaba al fumar cigarrillos; que se
ausentaba entre sus sueños arropados con la colcha que la abuela Rita le había
regalado, quien a menudo le decía que esa colcha era parte de ella, porque en
cada retazo había una vida pasada y pisada, pero que a la final al juntarse
cada trozo de tela desgastada podía
generar una identidad única con nombre propio, “la vida es colcha de retazos, puede ser fea y desigual pero es la que te recuerda de donde vienes y como
puedes volver a ser”. Palabras sabias que siempre retumbaban en su cabeza.
Despertó del
sueño la hermosa y flaca Maria Canela, abrió sus ojos y volvió a la realidad. Con la palidez evidente por el hambre, seguía
tendida en su cama, sobre la colcha de retazos que noche a noche soportaba sus lágrimas.
Con el pensamiento más ido que nunca y con las vísceras pegadas a la columna se
dispuso a cambiar su colorido atuendo para utilizar prendas menos llamativas,
en la ducha, se quitó los sudores propios y ajenos, se quitó el maquillaje y su
piel volvió a ser la normal, la de siempre la de Amelia, la chica de 18 años
con medio mundo y siglos de experiencia encima.
Nuevamente
en un súbito impulso recordando las palabras de su abuela, impulso que la llevó
a salir de su tierra un día, salir de esa finca donde su inocencia quedó como abono de la tierra que
alguna vez le dio de comer. Sin mediar palabra se armó de voluntad, valor y
decisión para querer dejar atrás la vida de puta, una vida considerada como el
oficio mas antiguo de la humanidad, un mal llamado oficio, si es que puede
llamársele oficio, porque no se estudia, pero sin capacitarse y sin obtener
título se aprende mucho; no se olvida tan fácilmente, porque se practica de mil
formas, mil veces y deja un incierto dinero.
Amelia solo
acertó en salir de la triste habitación, tomar otro rumbo, calle afuera
caminando por la vida, ella sabe que otra será su propia vida.