Alixon Navarro Muñoz

12 nov 2012

Colcha de retazos
Foto internet
“Maria Canela me llamo, o bueno así me llaman, soy como me ven, una morena de piel tersa, labios gruesos, mirada fuerte, esquiva y dulce a la vez escondida tras las luces de colores del  sitio en el que trabajo cada día de la semana,  sin descanso en los vaivenes de las caderas, entre las paredes de  esta húmeda y fría pieza que muchas veces la presto como cálido refugio para aquellos que buscan un beso furtivo, una caricia indecible o una cómplice compenetración lasciva que me deja vacía el alma luego de haber llenado mi cuerpo con otro cuerpo. Y lo que ves en mi piel es eso, algunas huellas  de latigazos, de mordiscos y sobre todo de las durezas con las que de niña me marcó mi padrastro una tarde en los matorrales de una finca en la que trabajaba…”.
Así con la mirada perdida en el techo de su habitación, corto espacio de piso de tabla, papel de colgadura azul palidecido por los años, el mugre, las telarañas, atravesada por la pequeña  ventana que cuela noche a noche los ruidos de la calle 13 y que acolita la cruel humedad, Maria Canela  se tiende sobre la colcha de retazos que aun conserva y que su abuela le cosió en la vieja Singer del año 1954.
Rendida por el sueño y el cansancio de la guerra de cuerpos de una noche de pasión, pasión no por estremecida, sino por larga y dolorosa, una pasión parecida a la del verbo de Dios. Ella cerró sus ojos y poco a poco se ausentó en la conciencia, se salió de su cuerpo cual vaga alma solitaria, silenciosa y trémula, con ansia de libertad salió a caminar por las calles.
Como nunca antes, sintió la autonomía de mandar sobre sus pasos, sobre sus zapatos de tacón  para guiarse por el andén salpicado de agua lluvia, eso si impulsada con la idea de buscar un poco de paz se subió al autobús que la conduciría a las afueras de la gris metrópoli, para llevarla a un parque cercano donde iba frecuentemente en los primeros años  de estar viviendo en la capital.

Del  cafetal y otros amargos sabores
Foto Alixon Navarro Muñoz
Maria Canela vivió de niña en un cafetal, donde  por temporadas ayudaba a recoger la cosecha, junto a su mamá, una mujer de carácter débil, corazón dulce y gran inteligencia pero que el infortunio del desplazamiento la llevó a subsistir de la colecta de la cosechas en las fincas de  Sabanalarga.
Tenía una relación  muy cercana con su madre, respetuosa pero erradamente permisiva cuando se trataba de obedecer las órdenes de quien era, talvez, su padrastro.
La levantada era bien temprano a preparar el chocolate, moler el maíz y hacer las arepas para el desayuno. Luego bajar a la quebrada ‘La guardacaminos’ para lavar sus inocentes culpas y las ropas suyas y las de su madre. Apresurada siempre corría, con el afán de que se les pasara el ‘jeepao’  el jeep típico de aire quindiano que los llevaba a los tres a la finca para su labor diaria.
Apretujados, como podían se metían junto a otras 10 personas más, todos en la parte de  atrás como si fueran parte de un humano equipaje; compartiendo espacio con las gallinas, varios  atados de plátanos o una canasta  repleta de tamarindo, cuyo delicioso y acido olor  aun lo lleva impregnado en un rincón de su memoria.
Así pasaban los días, entre afanes, entre olores, risas y sabores de campo, todos hermosamente conservados excepto uno, ese, de una tarde en que su madre la dejó sola en la finca, recogiendo los aromáticos granitos rojos, sin saber que la esperaba un amargo pasaje.
La mamá de Maria Canela tuvo que ausentarse por varias horas, para cumplir con un mandado que el capataz de la finca le había encomendado, ir a buscar juntos con otros chapoleros insumos para  la tierra una vez culminara la colecta, que ya estaba próxima a su fin de temporada.
El padrastro de la pequeña era un tipo fuerte, de tez blanca ojos café claros y rasgados; alto, manos callosas, de paso ligero y ágil; la niña escasamente tenía 12 años, vestida siempre con batas de flores rojas y amarillas; era una niña de piel canela suave montañera, ojos negros como los de su madre y cabello castaño ensortijado, hábilmente trenzado.
La  transcurrida tarde, le dio una temprana lección de muerte en vida, al perder por la fuerza toda su inocencia cuando el asolapado tipo la llamara a lo mas aparatado de la finca en los linderos, que casi conectaban la próspera tierra con la destapada carretera en la parte alta de la ladera,  solo con la excusa de que le ayudara a recoger algunos frutos rojos del cafetal que el, por la brusquedad y tamaño de sus manos no podía hacer. Sin sospecha alguna  la niña llegó y preguntó que donde debía recoger, el indicó con voz temblorosa y ansiosa a la vez, que ahí al lado derecho de su espalda, que tenía que agacharse, orden que obedeció sin mediar palabra aunque con cierta sospecha de tanta soledad a su alrededor, pero como se trataba del hombre que hacia sonreír a su mamá, le desataba toda duda que a la final hubiese en su cabeza.
Al inclinar su cuerpo sobre la tierra para recoger los frutos solo pudo sentir como con  fuerza bestial y sin compasión le ató la boca con una mordaza, un trapo rojo mas bien bayetilla, le  cerró su expresión. Las manos burdas, sudorosas y criminales escudriñaban debajo de su faldita y entre sus blancos calzoncitos; el callado y desesperado pataleo líbicamente lo motivaron a aplicar aun más su fuerza para tenderla por completo con la mirada al suelo. Era obvia la imagen de un hombre de más de 35 años copulando sobre la humanidad de una pequeña,  arrebatando y consumiendo hasta el último vestigio de ingenuidad, candor e infancia. No satisfecho, lo hizo reiteradas veces hasta que sació su retorcida mente, hasta que vació cada uno de sus negros impulsos sobre Maria Canela.
María Canela, que no se llamaba así en realidad descubrió a la fuerza que su belleza aunque mal vista, tal vez sería la perdición de muchos, calmadero de otros y maldición para ella. Una belleza por la que pagarían esos y otros más adelante. En realidad no se llamaba así, se llamaba Amelia, quien al contarle lo sucedido a su madre, esta no le creyó, la condenó a la impunidad casera y a la permisividad, traducida  en la callada complicidad de una madre que por temor a no quedarse sola cenó, rio y comulgó con el diablo por mucho tiempo.
Amelia sin remedio se vio en la escena de los matorrales de la finca mas de una decena de veces, hasta que su espíritu libre y puro aun incorruptible, la hicieron salir una mañana de su casa con 2 vestidos, la colcha de retazos que su abuela paterna le había obsequiado, un muñeco, 4 panes y 2 mandarinas envueltas entre una pequeña sabana, con la excusa de buscar agua en ‘la guardacaminos’. Así lo hizo, salió de su casa por agua, disimulando su coartada entre un viejo balde azul de plástico, para nunca mas volver a su rancho, para nunca mas regresar a su infancia desdibujada.
A linche como dirían unos, se desplazó mas de 800 kilómetros hasta la capital, entre el frio y el hambre ocupo un lugar en el cinturón de pobreza; entre las limosnas de la sociedad consiguió para pasar el diario; lavando vidrios de carros ajenos y con insultos callejeros creció la pequeña hasta hacerse una hermosa adolescente, resentida con la vida, curtida por la crudeza sin abandonar aquellas cosas que aun como niña llevaba en su corazón, pero que confiadamente la llevarían a otro mundo.
El parque donde pernoctaba fue aquel mismo que una tarde de sueño inconsciente, le brindara abrigo, aquel que en un viaje astral le arropara la soledad.

De María Canela a Amelia
Foto internet
El nombre y la imagen de  Amelia desaparecieron aquella primera vez cuando mordió la tierra y se ahogó en su propio dolor y llanto. Y el día que descubrió que prestar por algún rato su vientre, vender sus labios y rentar el vaivén de sus caderas por espacios de tiempo le dejaba algunos pesos, descubrió que la vida le daba cada día una puntada con alambre de púas a su alma de niña, vestida de mujer de 25 con colores y visos brillantes para atraer cada día las miradas de los desprevenidos y ansiosos transeúntes que buscan cada noche un poco de placer para la conciencia. Ese día descubrió que ya no era Amelia sino Maria Canela, decidió llamarse así por  ponerse un nombre artístico, utilizando el mayor de sus encantos, su piel.
Quien no sepa, ella era la puta mas hermosa del boulevard de la calle 13. Una puta a la fuerza que de vez en cuando se ausentaba entre sus recuerdos y que se salían de su mente con cada bocarada de humo que emanaba al fumar cigarrillos; que se ausentaba entre sus sueños arropados con la colcha que la abuela Rita le había regalado, quien a menudo le decía que esa colcha era parte de ella, porque en cada retazo había una vida pasada y pisada, pero que a la final al juntarse cada trozo de tela desgastada  podía generar una identidad única con nombre propio, “la vida es colcha de retazos, puede ser fea y desigual pero es  la que te recuerda de donde vienes y como puedes volver a ser”. Palabras sabias que siempre retumbaban en su cabeza.
Despertó del sueño la hermosa y flaca Maria Canela, abrió sus ojos y volvió a la realidad.  Con la palidez evidente por el hambre, seguía tendida en su cama, sobre la colcha de retazos que noche a noche soportaba sus lágrimas. Con el pensamiento más ido que nunca y con las vísceras pegadas a la columna se dispuso a cambiar su colorido atuendo para utilizar prendas menos llamativas, en la ducha, se quitó los sudores propios y ajenos, se quitó el maquillaje y su piel volvió a ser la normal, la de siempre la de Amelia, la chica de 18 años con medio mundo y siglos de experiencia encima.
Nuevamente en un súbito impulso recordando las palabras de su abuela, impulso que la llevó a salir de su tierra un día, salir de esa finca donde su  inocencia quedó como abono de la tierra que alguna vez le dio de comer. Sin mediar palabra se armó de voluntad, valor y decisión para querer dejar atrás la vida de puta, una vida considerada como el oficio mas antiguo de la humanidad, un mal llamado oficio, si es que puede llamársele oficio, porque no se estudia, pero sin capacitarse y sin obtener título se aprende mucho; no se olvida tan fácilmente, porque se practica de mil formas, mil veces y deja un incierto dinero.
Amelia solo acertó en salir de la triste habitación, tomar otro rumbo, calle afuera caminando por la vida, ella sabe que otra será su  propia vida.